domingo, 2 de diciembre de 2012

POR QUÉ ENCARCELARON A BERNIE SI… (A propósito de “Bernie” de Richard Linklater, 2011)


Todos aquellos que defienden justificaciones consecuencialistas de la pena, deberían hacer el siguiente ejercicio, explicar por qué Bernie Tiede debe estar en la cárcel. Es un caso extraño, sin duda, uno de esos que uno no puede creer, sobre todo luego de escuchar a quienes conocieron a Bernie decirque él era un santo, que si mató a Marjorie Nugent, todos podemos cometer un homicidio algún día.
Basada en la investigación periodista hecha por Skip Hollandsworth, Bernie cuenta con humor negro la historia de un asistente de una funeraria que en una noche de desesperación asesina a la viuda Marjorie Nugent, de 81 años de edad. Bernie, sin embargo, no es solo una comedia, también es un documental. Con excepción de Shirley MacClaine (Marjorie Nugent) y Jack Black (Bernie Tiede), la mayoría de personajes son habitantes de Carthage, el pueblo de Texas donde ocurrió el homicidio. Esa combinación extraña de burla y narración, aunque ofensiva para algunos de los implicados, permite analizar sin dramatismos una historia increíble, de esas que prueban que la vida es más imaginativa que el más imaginativo de los legisladores.
A diferencia de las posiciones retributivas y restitucionistas, el consecuencialismo, como su nombre lo indica, justifica la pena por las consecuencias de la sanción. En términos generales, se cree que la sociedad estaría mejor con un sistema punitivo que sin él. La resocialización de los criminales y la prevención del delito son los resultados generalmente esperados por aquellos seguidores de este tipo de teorías.
Ahora bien, ¿Necesita Bernie ser resocializado? Al menos para la versión del personaje dada por la película y para la mayoría de personajes de Carthage entrevistados por Hollandsworth, Bernie Tiede es un gran hombre, uno de los mejores que ha pasado por ese pequeño pueblo de Texas, uno que jamás asesinará a otra persona. En contra de esta versión, el fiscal de distrito, Danny Buck (Matthew McConaughey), sugiere que Bernie es en realidad un peligroso criminal, uno que se hace amigo de las viudas para asesinarlas y quedarse con toda su fortuna. 
Si uno sólo transcribe los hechos, la posición del fiscal parece ser la más verosímil. Bernie, un hombre de edad madura, con una profesión no bien paga ($18.000 al año), con muy costosas aficiones y con un compulsivo afán por gastar, gana el corazón de la viuda más rica del pueblo y la asesina unos meses después de que ella lo convierta en su único heredero. Por fuera de la cárcel, es un peligro para otras viudas, dirá Buck sobre Bernie.
Uno empieza a creer en la inocencia de Bernie, cuando uno ve la película y escucha a quienes le conocieron. Bernie no solo era atento con Marjie, lo era con cuanta viuda había en Carthage. En los servicios funerarios, las consolaba, las cuidaba, incluso les cantaba sus himnos preferidos. Cuando muera, espero que Bernie cante en la ceremonia, así podré llegar más rápido al cielo, diría una las habitantes de Carthage.
Por lo demás, Marjorie Nugent parece ser una de esas personas capaces de crear un ataque de ansiedad incluso al más relajado monje budista. En una entrevista al New York Times, su sobrina describe cómo Marjorie llegó a torturarla, cómo luchó por su custodia a toda costa, pagando incluso a costosísimos abogados e inventando historias en contra de su padre para obtenerla. El cadáver de Marjorie, de hecho, solo fue velado por unos pocos familiares, más interesados en reclamar la herencia que en llorar a la víctima. En pocas palabras, así como a Bernie todo el mundo lo quería en el pueblo, a Marjorie no la aguantaban ni su familia más cercana.
Si al carácter frágil de Bernie, a su vida atormentada por la temprana muerte de su padres, a su compulsión por ayudar a quien necesita ayuda, uno le suma el carácter posesivo de Marjorie y su obsesión por controlar a las personas como si fueran su propiedad, la explicación más plausible es que Bernie sufrió un algún tipo de episodio sicológico que lo llevó a cometer un crimen que jamás volverá a perpetrar. En este sentido, no es exagerado afirmar que la resocialización es innecesaria.
Ahora bien, ¿justifica la prevención del delito la pena de Bernie? A pesar de los muchos estudios sicológicos sobre el tema, en esta pregunta siempre habrá mucho de especulación. En regímenes autoritarios en los que los delitos se castigan incluso con crueles torturas, las personas siguen delinquiendo, tal vez impulsadas por lo que en sicología se ha llamado optimistic bias, convencidas de que ellas serán la excepción y jamás serán capturadas.
En todo caso, no creo que la cadena perpetua de Bernie contribuya en mucho a la prevención del delito. Me cuesta pensar que existan muchos criminales en potencia, dispuestos a pasar años entre cadáveres, a cuidar a quejumbrosas viudas, a cantar en los servicios funerarios, a organizar musicales en las Universidades y todo aquello que Bernie hacía por la comunidad, sólo con el fin de ganarse el corazón de una viuda a la cual  luego asesinar. Además, si nos atenemos a una justificación simplemente consecuencialista, al juzgar a Bernie, habría que tener en cuenta todo el bienestar que trajo a su comunidad, la alegría que llevó al pueblo al fomentar el arte y al preocuparse por aquellos sectores que el progreso y la velocidad de la vida contemporánea dejan de lado.
No sé cuál sea la acción justa a tomar en el caso de Bernie. Quizás una pena menos severa se justifique apelando a otro tipo de fundamentaciones éticas. Es posible, también, que una visión consecuencialista de la regla cuyo principal valor sea la retribución pueda explicar la sanción impuesta. Lo cierto del caso, sin embargo, es que Carthage llora el encarcelamiento de Bernie y espera que algo pase para poder recibir a su habitante predilecto.

viernes, 20 de julio de 2012

EL PÚBLICO DE LOS ABOGADOS (A propósito de The Lawyer, de Sidney J. Furie, 1970)

Hace unos pocos días, en una entrevista hecha por María Jimena Duzán (para leerla, presione aquí), Jaime Lombana y Jaime Granados confesaron que ambos filtran pruebas a los medios de comunicación (A propósito, ¿Quién habrá entregado a El Tiempo, el video de Iguarán reuniéndose con la Jueza?) De cierta forma, los litigantes aceptaron que usan a la prensa, la radio y la televisión para lograr el resultado deseado en los procesos judiciales.
El problema de la relación entre los medios de comunicación y el litigio ha sido discutido en varias películas. En The Verdict (Lumet, 1982), Frank Galvin (Paul Newman) confiesa a su mejor amigo que él no manipulará a los medios como lo hace su contraparte, Ed Concannon (James Mason), porque, “Él no es ese tipo de abogados.” Lumet censura las acciones de Concannon, las muestra como deshonestas, como una forma en la que los poderosos pueden sacar provecho de su dinero e influencias para conducir al jurado a fallar sin tener en cuenta la verdad de los hechos.
No es esta, sin embargo, una opinión unánime en la Academia. Peter Gabel y Paul Harris,[1] por ejemplo, dos miembros del movimiento de los estudios críticos del derecho, apoyan y aplauden la labor de los abogados que congregagron la opinión pública en los cazos de Inez García y los ocho de Chicago. Una posición similar asume Jim Sheridan, quien celebra las marchas organizadas por Gareth Pierce (Emma Thompson) para lograr la libertad de Gerry Conlon (Daniel Day-Lewis), en In the name of the father.
The Lawyer representa vagamente Sheppard v. Maxwell, el primer caso en los Estados Unidos en los que se ordenó revocar un fallo con base en que el jurado estaba contaminado por las opiniones de los medios de comunicación. A pesar de haber inspirado Petrocelli, la popular serie de televisión,  la película está casi olvidada, lo cual es una lástima, dada la importancia de los temas y debates sobre los que trata.
Petrocelli (Barry Newman) es un joven graduado en Harvard que ejerce su profesión en un pequeño pueblo en el suroeste estadounidense. Casi al inicio de la película, lo vemos defendiendo a una persona acusada de estar embriagada en lugar público. Petrocelli pregunta al policía encargado del arresto, “¿Cómo sabe que el acusado no tenía un ataque epiléptico?” El oficial sugiere que no lo sabe, ningún examen médico fue practicado al detenido, pero asume que esa era su condición, dado el historial delictivo del acusado. No son las pruebas que reposan en el expediente las que condenan al cliente de Petrocelli, es su entorno, la fama que tiene en el pequeño pueblo donde habita.
Algo similar sucede con Jack Harrison (Robert Colbert), un médico acusado del asesinato de su esposa. Aun cuando no hay pruebas contundentes, Jack es condenado. Durante los días del juicio, los noticieros de televisión se regodearon pasando noticias en las que se mostraba al acusado como un empedernido mujeriego, un hombre inmoral capaz de cualquier cosa con tal de satisfacer sus deseos. En varias ocasiones, Petrocelli pidió que se secuestrara al jurado, que se le mantuviera en un sitio donde no pudieran contaminarse de las opiniones de los medios de comunicación. Sus peticiones no fueron escuchadas.
Petrocelli logra  la nulidad del caso, con base en la manipulación que sufrieron los jurados por los noticieros. En el segundo juicio, en lugar de probar la inocencia de su cliente, Petrocelli relata una versión de los hechos que concuerda con las pruebas, en la que Jack no asesina a su esposa. Si la fiscalía es incapaz de probar que esta versión no es posible, entonces no se ha desvirtuado la presunción de inocencia, afirma.
The Lawyer, al igual que Sheppard v. Maxwell, es interesante por la pregunta que plantea, la relación entre los medios de comunicación y el litigio. La historia del caso y de la película sugieren que las personas encargadas de juzgar fácilmente se dejan llevar por la presión del público y olvidan lo que se ha o no probado durante el proceso legal. 
En contra de la posición de Petrocelli, podría pensarse que la opinión pública es un gran jurado encargado de juzgar y problematizar los conflictos sociales que se invizibilizan y ocultan en los procesos judiciales. Esa es la posición de Gabel y Harris, al menos. 
Afirmaba antes que The Lawyer es una película interesante, porque plantea el problema de la relación entre el derecho y los medios de comunicación. La respuesta a la pregunta, sin embargo, en sociedades tan permeadas por la televisión, amerita una urgente y más profunda reflexión.

Coda: The Lawyer y Reversal of Fortune (Schroeder, 1990) son de las pocas películas sobre casos judiciales en los que no se toma partido sobre la inocencia o culpabilidad de los acusados. Curiosamente, ambos filmes se basan en casos reales en los que los esposos son acusados de asesinar a sus parjeas. 


[1] Ver, Peter Gabel y Paul Harris, “Building Power and Breaking Images: Critical Legal Theory and the Practice of Law,” en NYU Review of Law and Social Change 369 (1982-1983).

jueves, 24 de mayo de 2012

En las profundidades de la vida (A propósito de Into the Abyss, de Herzog)


Sobre la pena de muerte hay películas para todos los gustos. Las hay aquellas como The Life of David Gale (Parker, 2003) que critican la máxima condena, porque consideran que siempre será posible sentenciar a un inocente. En cambio, hay otras que la defienden bajo el supuesto de que es posible dejar con vida a un criminal horrendo, como en Just Cause (Arne Glimcher, 1995).
Algunas se caracterizan por guiones bien elaborados que de alguna manera dignifican al criminal, pese la gravedad de sus crímenes. Es el caso de Death Man Walking (Tim Robbins, 1995), película en la que se cuestiona la pena de muerte impuesta a Matthew Poncelet (Sean Penn). Aun cuando sabemos que Poncelet asesinó y violó brutalmente a una muchacha, hay algo de humanidad en su actuar que nos invita a censurar su condena. Otras cintas como Dancer in the dark (Lars von Trier, 2000) critican la pena de muerte por los prejuicios que históricamente han hecho que varias minorías sean condenadas con mayor frecuencia.
Ninguna de ellas, creo, logra penetrar de forma tan profunda en la existencia humana como lo hace Herzog en su documental Into the Abyss.  Si Herzog viajó a las honduras de la cueva de Chauvet para indagar sobre los orígenes del arte en Cave of forgotten dreams (2010), en Into the Abyss  desciende a los abismos más oscuros de la existencia humana. Lo hace equipado solo de su cámara y de su increíble habilidad para conversar.
A pesar de las intenciones de Herzoz y de los productores, Into the Abyss no es en realidad una película sobre la pena de muerte, es más bien una cinta que usa esta circunstancia para indagar sobre el significado de la vida, la muerte y la venganza.  Al inicio del filme, por ejemplo, el reverendo Richard López, encargado de asistir espiritualmente a quienes se hallan en el corredor de la muerte, nos dice llorando que nunca ha podido salvar la vida de ninguno de los condenados, a pesar de haber logrado evitar la muerte de unas ardillas, mientras conducía su automóvil.
Al trabajar en la cercanía de la muerte, López descubre el valor de la vida. El mismo que reivindica Delbert Burkett, quien entre lágrimas y cumpliendo una condena de cuarenta años, nos cuenta cómo salvó la vida de su hijo, James. Lo hizo durante el juicio. Allí dijo que su hijo no era el responsable del homicidio de dos adolescentes en Conroe, Texas, que él era el culpable, porque había sido un padre ausente, uno entregado al alcohol y a las drogas, uno que descuidó la educación y salud de Jason. Gracias a dos miembros del Jurado, Jason fue sentenciado a la cadena perpetua y no a la pena de muerte, destino final de su cómplice, Michael Perry.
Ocho días antes de la ejecución de Perry, Herzog lo entrevista. Perry ingresa a la cabina sonriendo, con un rostro infantil similar al de aquellos estudiantes que se sientan en la última fila y que hacen imposible la vida a algunos profesores. Nunca confiesa el crimen por el que será ejecutado, el asesinato de Sandra Stotler, una enfermera de cincuenta años.  Acude a Dios como supuesto testigo de su inocencia y como certeza del final que le esperará.
Lisa, la hija de Sandra Stotler y la hermana de Adam, asesinados por Perry y Burkett, le cuenta a Herzog que en solo unos meses perdió a seis miembros de su familia por enfermedades o accidentes. Confiesa que sintió alivió cuando vio la ejecución de Perry, porque, “Hay personas que sencillamente no merecen vivir.” Por su parte, Charles Richardson, hermano de Jeremy, también asesinado en los hechos, confiesa entre lágrimas que todos creían que su hermano sería el que sobreviviría, él era el único hombre de la familia que no había estado en la cárcel.
Cada uno de los entrevistados descubre su alma a Herzog. Todos revelan hechos que difícilmente podríamos creer si nos los contaran una persona en la calle ¡Qué más irreal que El testimonio de Melyssa Burkett, la esposa de Jason, quien nos cuenta que por correspondencia se enamoró de su marido y que descubrió que era el hombre de su vida cuando vio un arcoíris que empezaba en la celda donde se encontraba Jason! Más increíble aún, es que ella haya concebido un hijo que aparentemente es de Jason, a pesar de que las visitas conyugales están prohibidas, y solo le permiten tocar la mano de su compañero.
Desde el inicio del filme, Herzog nos confiesa que está en contra de la pena de muerte. Aún sí, es difícil leer la película como un manifiesto en contra de la pena máxima. Al contrario, la obra parece estar formada por las intensas tonalidades de la existencia humana que la cercanía a la muerte crea. De todos modos, hay algo común en todos los entrevistados, un profundo amor a la vida. El sentimiento puede verse en Delbert Burkett, quien se alegra de salvar la vida de su hijo, a pesar de que no pudo evitar la cadena perpetua. Puede verse en Melyssa, su nuera, quien aparentemente sobornó a guardias de la cárcel para obtener el semen necesario para concebir un hijo del hombre que cree amar. Se deja ver en la tenacidad de Lisa, quien se resiste a dejarse dominar por la depresión, a pesar de haber perdido toda su familia en un lapso inferior a un año.
Uno se pregunta si ese amor por la vida que exuda la obra de Herzog al charlar con quienes han experimentado el drama de la muerte, no es la mejor prueba de la inmoralidad de la pena máxima.  Al fin y al cabo, al asesinar incluso a los peores criminales, el Estado destruye lo que más amamos.

domingo, 6 de mayo de 2012

El rol del director (A propósito de Das Experiment de Oliver Hirschbiegel)

Si Philip Zambardo hubiera querido conocer la naturaleza del ser humano cuando en situaciones extremas asume cierto tipo de roles, le habría bastado leer al Señor de las Moscas (1954), o escuchar las historias de quienes sobrevivieron a una guerra, la de Vietnam por ejemplo. El celo científico, no obstante, llevó al investigador a usar a seres humanos en una prueba que sería mundialmente conocida como el experimento de la Universidad de Stanford. 12 jóvenes harían de prisioneros mientras otros 8 serían los guardas en una ficticia cárcel creada en los sótanos de la Universidad estadounidense.

Das Experiment, la película dirigida por Oliver Hirschbiegel, recrea varios de los eventos ocurridos en el famoso experimento de Stanford. Al igual que en la vida real, en el filme los guardias recurren a extinguidores para aplacar a los presos y obligarles a dormir desnudos y sin literas en sus celdas como castigo. Al igual que en el filme, en el experimento los prisioneros fueron obligados a lavar sanitarios con las manos y a sufrir castigos como el confinamiento en calabozos.
Tanto la película como el experimento llevan un paso más allá las célebres investigaciones realizadas por Stanley Milgram sobre la autoridad y el papel de los roles. A diferencia de Milgran, Zambardo hizo parte del experimento hasta el punto que olvidó que era sicólogo y comenzó a tratar a los estudiantes como verdaderos prisioneros. En sus memorias, Zambardo recuerda que cuando uno de los prisioneros sufrió una crisis nerviosa, pensó "como carcelero no como profesor o como sicoanalista.”
En la vida real y en la película, los uniformes no sólo confieren a los guardias autoridad sobre los prisioneros, las reglas de la cárcel se crean para borrar cualquier rastro de personalidad en los internos; los nombres son reemplazados por números, los vestidos por batas de cirugía. Ante la humillación producida por la cárcel, los falsos prisioneros no encuentran más recurso que seguir al único líder capaz de ofrecer resistencia, quienquiera él sea.

Das Experiment es una película interesante hasta que decide dejar atrás la historia real y convertirse en un holywoodesco thriller. En lugar de explorar la influencia que una institución como la cárcel ejerce en nuestras personalidades, la cinta se pierde en enfrentamientos karatekas, persecuciones por interminables sótanos y una fallida puñalada, una escena bastante semejante a las escenas más violentas de Takeshi Kitano.  Al final, Hirschbiegel, quizás, no fue capaz de escapar de su rol de director, de miembro de una empresa que tiene que cautivar a los espectadores más con la tensión de la película que con la seriedad de las ideas.

viernes, 27 de abril de 2012

Cuando el derecho está ausente (A propósito de "In the Name of the Father de Jim Sheridan)


La primera vez que vi En el Nombre del Padre pensé que algún día la elegiría para enseñarla en alguna clase de derecho. Hoy, más de 10 años después, me lamento de la elección reciente y de mi fidelidad a mis intenciones previas. De hecho, más que un filme sobre uno de los casos más famosos de la historia, el juicio a los cuatro de Guildford, la película es una reflexión algo simplista sobre la relaciones entre padres e hijos.
En realidad, el derecho no es un personaje o un tema importante en la película.  El derecho está ausente cuando Gerry Conlon (Daniel Day-Lewis), su padre (Pete Postlethwaite) y sus amigos, son sentenciados sin prueba contundente alguna, después de confesiones obtenidas bajo torturas, en un juicio apenas relatado en el filme. Más que un evento trascendente que determina el destino de Conlon, Sheridan muestra el proceso judicial como una anécdota más, un mal momento que vivieron los protagonistas. Según En el Nombre del Padre, no hay reproche alguno que podamos hacer al abogado defensor de Conlon; son las pruebas ocultadas y fabricadas por la fiscalía, la presión nacional, el miedo al terrorismo las verdaderas causas materiales del fallo. El derecho poco o nada pudo hacer para cambiar la situación. Aún más, Sheridan parece sugerir que Conlon habría terminado en la cárcel incluso de no mediar las leyes extraordinarias que autorizaron su detención sin formulación de cargos por siete días.
En el juicio que declarara la inocencia de Conlon, quince años después, el derecho también está ausente. Son las cartas de Guiseppe (el padre de Gerry), las marchas ahora a favor de Conlon, las que determinan la inocencia de los cuatro de Guildford. De hecho, en el único momento en que la abogada Gareth Perice (Emma Thompson) cobra un papel protagónico en la película, su participación está mediada por un hecho fortuito. Gareth encuentra las pruebas necesarias para liberar a Conlon, no por su esfuerzo, no por alguna norma o valor constitucional, sino por un acto de azar, el vigilante encargado de entregar las pruebas  del primer proceso sufre una gripa y su remplazo no sabe qué archivo entregar.
Los cuatro de Guildford lograron justicia en uno de los casos que más avergüenza al sistema judicial inglés. En el Nombre del Padre no es el relato de las experiencias de los seres humanos castigados de forma injusta por la bomba que explotó el IRA, en 1974. La película es, en cambio, una historia ficticia de un joven que encuentra en la muerte de su padre, la fuerza para luchar y reivindicar su inocencia. Es en esta relación, en las actuaciones magistrales de Daniel Day-Lews y Pete Postlethwaite donde, sin lugar a duda, se encuentra lo mejor de la obra de Sheridan.
Varios autores han descrito En el Nombre del Padre como un filme sobre la búsqueda de una identidad paternal. Garry Conlon no sabe si su deber es obedecer al líder del IRA que realmente explotó la bomba—y quien por casualidad termina encerrado en la misma prisión que los Conlon—o a su propio padre. En los motivos que llevan al protagonista a escoger las enseñanzas de lucha pacífica de su padre y no los métodos violentos del IRA, Jim Sheridan establece las líneas políticas más interesantes y conmovedoras de toda la película.
Paradójicamente, estas líneas también son, sin lugar a duda, los momentos más cuestionables del film, desde el punto de vista del derecho. Para recrear la relación de Garry con su padre, Sheridan decide apartarse de la historia real y encerrar a los Conlon en la misma celda. De igual forma, ubica a un personaje ficticio, el líder del IRA, en la misma cárcel. Nadie que sepa lo más mínimo de política criminal creerá que el Estado encarcela en la misma celda, en el mismo lugar, a los miembros de una banda terrorista. Si los agentes del Estado sabían que Joe MacAndrew (Don Baker) había en realidad explotado la bomba y quería testificar a favor de los cuatro de Guildford, ¿por qué los encierran en la misma celda? ¿No sería lógico suponer que MacAndrew les contaría sobre su confesión y trataría de ayudarlos a recobrar su libertad?
Jim Sheridan sacrificó la verosimilitud de la película y la fidelidad a la historia con el fin de ganar más dramatismo en lo que más le interesaba del filme, la relación entre Garry Conlon y su padre. Con ese sacrificio también se perdió cualquier reflexión o debate serio sobre el derecho. Si la película tiene razón, poco puede hacer el derecho para evitar los atropellos de las autoridades. Si Sheridan está en lo correcto, más que leyes, los abogados deberíamos aprender a manejar la opinión pública, la que en últimas determinará los resultados de los casos jurídicos. Para ganar juicios, los abogados sólo deberán filmar películas.

viernes, 10 de febrero de 2012

TERRORISMO Y VENGANZA, (A propósito de Múnich de Spielberg)

Creo que fue justo al final de una clase cuando escuchamos una fuerte explosión. Por las ventanas, vimos una gran humareda cercana al edificio donde se encontraba la procuraduría. Un amigo salió corriendo entonces, porque recordó una diligencia judicial que tenía su padre en el ente de control.  En épocas anteriores a los celulares, era más fácil llegar al lugar donde ocurrieron los hechos, a aventurarse a perder una moneda en los siempre dañados teléfonos públicos.
Mis amigos comenzaron a insultar a los supuestos terroristas y a sugerir penas que iban desde la cadena perpetua a la muerte e, incluso, la tortura. En 1989, tres años antes, Pablo Escobar había hecho estallar una bomba cerca al edificio del DAS, la policía secreta colombiana. Más de 70 personas murieron y más de 600 quedaron heridas en aquel acto. Los recuerdos de estos y otros crímenes estaban muy frescos en la memoria. Para entonces lo normal era pensar que la explosión había sido el resultado de un atentado terrorista, uno más de los cientos que poblaron nuestras pesadillas en aquellos horribles años de guerra frontal contra el ejército de Pablo Escobar.
Unas horas después nos enteramos que en realidad no hubo ningún atentado. La explosión y la humareda eran producto de un tanque de gas que de forma accidental había estallado en un restaurante cercano.
Cuando pienso en Múnich, la película de Spielberg, no dejo de recordar los acontecimientos de aquel día. Al juzgar a Golda Meir y su decisión de iniciar la operación “Cólera de Dios,” me pregunto qué hubiera hecho yo luego de la masacre de las olimpiadas en 1972.  Tras la distancia que da el tiempo, sin el dolor de los muertos, es fácil pensar mejores alternativas. La venganza, natural luego de semejantes crímenes, nubla la razón y nos convierte en victimarios.
Sólo el tiempo puede mitigar nuestro deseo de venganza. Si hay tiempo para meditar lo acontecido, se descubre que los sospechosos tal vez no son los responsables, como en el caso del tanque de gas en Bogotá, o que los medios para ejecutar la venganza traerán más problemas que soluciones, como pudo haber previsto el Mosad, luego de la masacre de Múnich. Quizás por eso, al inicio de la película cuando a Avner Kaufman (Eric Bana), le preguntan si aceptará la misión de asesinar a los terroristas de Septiembre Negro, le dan solo un día para que se decida. Con más tiempo, Avner podría haber predicho las venganzas que suscitaría su venganza, los asesinos que nacerían de sus muertos, la espiral interminable de violencia de la que sus acciones harían parte inútilmente.
Basada en la versión que George Jonas en su novela Venganza  hace de la Operación Cólera de Dios, Spielberg nos cuenta cómo un grupo de inexpertos agentes encubiertos asesinan uno a uno a los supuestos culpables de la masacre de Múnich. El punto de partido tanta de la novela como de la película son los pocos hechos que se conocen de los homicidios perpetrados por el Mosad.  El palestino Abdel Zweiter (Makram Khoury) es asesinado en Roma con once disparos, Hamshari (Yigal Naor) muere por la explosión de una bomba instalada en su teléfono, en tanto que  Husein Abad Al Chir (Mostefa Djadjam) fallece por el estallido de un explosivo ubicado en su cama.
No es un recuento histórico, sin embargo. Según Zvi Zamir, director del Mosad, los homicidios fueron cometidos por grupos diferentes y no por un solo equipo como sucede en la película. Además, los verdaderos agentes de la agencia de inteligencia Israelí eran expertos en su trabajo y no novatos aprendiendo a hacer las difíciles tareas de la contra violencia.
Apartándose de la realidad, sin embargo, el filme gana en profundidad sicológica. En cada homicidio, Avner y su equipo pierden la inocencia y la humanidad con que empiezan la película.  Muy al estilo de Walk on Water (Eytan Fox, 2004) o The Departed (Martin Scorsese, 2006), Múnich es la historia de la decadencia física y moral que sufre una persona encargada de cometer actos violentos. Este itinerario hacia la auto destrucción difícilmente se habría podido relatar, si cada homicidio tuviera un diferente personaje principal.
Spielberg ha reconocido que su objetivo al hacer la película fue resaltar algunos dilemas sobre cómo responder las acciones terroristas (ver, minuto 3,44). En este sentido, la película no es a favor o en contra de operaciones como Cólera de Dios. En Múnich, hay razones que justifican la contra violencia. En primer lugar, Spielberg sugiere que la venganza está justificada por la necesidad de hacer catarsis y de disuadir a los criminales, tal como sugiere Robert Solomon en su clásico libro, Justice and the passion for vengeance.[1] Ephraim (Geoffrey Rush), el enlace entre el equipo de Avner y el Mosad, sugiere que los asesinatos sean con bombas para causar un mayor impacto y para que los terroristas sepan qué sucede cuando alguien se enfrenta a Israel.  La idea es simple, si alguien desea atentar contra de algún ciudadano israelí, deberá pensarlo muy bien, porque su crimen no quedará impune.  Por otro lado, la venganza también parece ayudar a manifestar un clamor popular, a sanar el dolor producido en la psiquis colectiva de un recién abatido pueblo. Al inicio de la película, cuando Golda Meir (Lynn Cohen) explica a Avner su futura misión, las consideraciones políticas están siempre presentes, la primera ministra sabe que sus acciones deben representar el clamor popular de venganza.
En contra de las operaciones contra violencia, Múnich se pregunta por la efectividad de este tipo de acciones. En una de las últimas escenas, un abatido Avner reclama a Ephraim, “No hay paz al final de esto, no importa qué creas. Sabes que es cierto.” Los asesinatos en contra de los terroristas parecen producir el resultado contrario al deseado, en lugar de disuadir alientan a más personas a vengar los nuevos homicidios. El resultado de la venganza es un ciclo de muertes que no tiene final: “¿Logramos algo? Cada hombre que asesinamos ha sido remplazado por uno peor” pregunta Avner,  “¿Para qué cortar mis uñas? Ellas crecerán de nuevo,” contesta Ephraim.
Múnich también cuestiona el precio a pagar por la venganza. Luego de un homicidio, Steve (Daniel Craig), el más violento de los miembros del grupo, defiende los asesinatos diciendo, “Jamás podremos detenerlos si no actuamos como ellos.” Al inicio de la película, Golda Meir justifica la Operación Cólera de Dios diciendo, "Cada civilización encuentra necesario negociar componendas con sus propios valores.” 
¿Qué sucede cuando las víctimas copian los métodos de los victimarios? Al final, según Múnich es difícil reconocer la diferencia entre unos y otros. Carl (Ciarán Hinds), el experto en falsificaciones del grupo, afirma luego de un fuerte altercado con Steve, “Actuamos como ellos todo el tiempo. ¿Qué, acaso crees que los palestinos inventaron los baños de sangre? ¿Cómo crees que conseguimos controlar el territorio? ¿Siendo amables?” Por su parte, Robert (Mathieu Kassovitz), un juguetero encargado de crear los artefactos explosivos, reconoce antes que nadie la factura que están pagando los miembros del grupo: “Somos judíos, Avner. Los judíos no hacen el mal solo porque sus enemigos lo hacen… Haber sufrido miles de años de odio no nos hace decentes. Supuestamente somos justos. Es algo hermoso, es judío. Eso era lo que sabía, lo que me fue enseñado. Ahora, lo estoy perdiendo y, si lo pierdo, eso es todo, es mi alma.”
Perder el alma y convertirse en el enemigo parece ser un precio muy alto a pagar en retorno de los escasos beneficios de la venganza. En The last days (Spielberg, 1989) una sobreviviente de Auschwitz confiesa, “Todos los días me proponía rezar y sonreír. Me habían quitado todo, los vestidos, el dinero, mi integridad física. Ellos no podían ganar, no podrían quitarme mi alma.” Si la venganza implica, como sugiere Múnich, ceder el carácter al victimario, entonces la batalla final de la lucha, aquella en la que decidimos quiénes somos, se habrá perdido.
Otro de los problemas de las medidas de contra violencia está en la posibilidad de causar víctimas civiles, personas no relacionadas con los atentados terroristas. A pesar de que la Operación Cólera de Dios es llevada a cabo, al inicio, con el mayor esmero por solo asesinar a los directamente implicados en la masacre de Múnich, en los homicidios de Muhammad Youssef al-Najjar (Dirar Suleiman), Kamal Adwan (Ziad Adwan) y Kamal Nasser (Bijan Daneshmand), un policía libanés, un ciudadano italiano y la esposa de Najjar fueron asesinadas.
Por otro lado, el fragor de la venganza no permite reconocer quiénes son los verdaderos culpables. Por la operación La Colera de Dios, de hecho, fue asesinado Ahmed Bouchiki, un camarero marroquí a quien los comandos del Mosad confundieron por Ali Hasan Salameh. Además, existen fuertes evidencias que sugieren que algunos de los asesinados como Kamal Adwan no tuvieron relación alguna con las operaciones de Septiembre Negro. Aunque Avner, en la película de Spielberg, se pregunta si los supuestos terroristas asesinados eran, en realidad, los responsables de la masacre de las Olimpiadas, el filme no se refiere al asesinato de Bouchiki. Es difícil entender por qué, si el objetivo de Múnich era preguntarse por los dilemas éticos que suscitan las respuestas al terrorismo, Spielberg no menciona uno de las consecuencias más graves de la Operación Cólera de Dios.
Al final de la película, Avner y Ephraim discuten en Brooklyn sobre las virtudes y defectos de las acciones en contra de los terroristas. El escenario no es Israel, Avner tiene miedo de regresar a lo que fue su patria. Ahora el telón de fondo son las torres gemelas. Luego de Irak, de Afganistán, Spielberg nos alerta. Después de la explosión, de los vidrios rotos, de las heridas, de los muertos, de los desaparecidos, ten mucho cuidado, piénsalo bien, está alerta. No lo dudes, tú también desearás causar otros muertos, pero de ti depende, no de tu agresor, la respuesta que vas a dar ¿Qué vas a hacer? ¿Qué bombas lanzadas desde el cielo vas o no a patrocinar? La responsabilidad es solo tuya, así para darla tengas que salir del infierno.


[1] Solomon, R.C. (1990) en R. C. Solomon y M. C. Murphy: “What is Justice? New York: Oxford University Press.

viernes, 20 de enero de 2012

El aborto, Hursthouse, House y la ley y el orden

Para muchos, antes de responder la cuestión  sobre la moralidad del aborto, es necesario saber si el no nacido tiene vida propia. No es que el debate se defina al resolver esta pregunta, es posible defender el derecho al aborto y considerar que el nasciturus tiene derecho a la vida, tal como lo ha hecho Judith Jarvis Thomson en su clásico artículo “A defense of abortion.” 1  Aún así, parece importante saber que acción se está realizando, si retirando un tumor, una parte del cuerpo, o un ser humano.  La respuesta a cada una de estas preguntas demanda diferentes justificaciones, interpretaciones y posiciones.
Autores en ambos espectros de la discusión utilizan la ciencia para defender sus posiciones.  En Colombia, por ejemplo, el profesor Antonio Vélez realizó en Semana “una acérrima defensa -desde la ciencia- de la posibilidad de interrumpir el embarazo;” 2  en tanto que Nicolás Uribe afirmó en El Espectador que “los proabortistas deberían reconocer que existe un nuevo ser humano desde el momento de la fertilización y que ello no es producto de la opinión, sino de la verdad científica” 3  
Lo cierto  es que la ciencia no puede decir ni lo uno ni lo otro, tan solo puede afirmar que “el antes y después de la fecundación hacen parte de un continuum a través del cual la vida humana se desarrolla.” 4 El mundo no corresponde a nuestras categorías lingüísticas. Afirmar que el nasciturus tiene vida, en realidad, dice más de quiénes somos, de cómo entendemos el mundo que de la verdad sobre el estatus legal de quien está por nacer.  Es nuestra decisión la que determina que el ornitorrinco, a pesar de ser el único con los equidnas en su género que pone huevos, sea un mamífero y no una especie diferente. Plutón es o no un planeta según las elecciones hechas por los astrónomos sobre cómo catalogar los astros celestes y no por sus características físicas.  Definir qué tipo de vida es el feto es un problema metafísico, no científico.
Rosalind Hursthouse en su artículo “Virtue theory and abortion” 5 sugiere que en realidad no es necesario determinar el estatus del no nacido.  Para juzgar la moralidad del aborto, basta con conocer los hechos biológicos, it est, que el embarazo dura en promedio nueve meses y es el resultado de una relación sexual.  Para Hursthouse, el problema no es lo que muestran estos hechos biológicos, sino “¿Cómo estos hechos figuran en la razón práctica, acciones y pasiones, pensamientos y reacciones, de los virtuosos y los no virtuosos?" 6  Si se quiere responder esta pregunta, otros hechos distintos a los biológicos se hacen relevantes, como, por ejemplo, el que los padres “tienden a cuidar apasionadamente a su descendencia y que las relaciones familiares son unas de las más profundas y fuertes en nuestras vidas.” 7 Hursthouse sugiere que “considerar al aborto como nada diferente a matar algo que no importa, o como nada distinto al ejercicio de un derecho que uno tiene, o como un medio incidental de un estado de cosas deseado, es hacer algo cruel y frívolo, el tipo de cosas que ninguna persona virtuosa o sabia harían.” 8
En la serie de televisión “Law and Order Special Victims Unit” hay un capítulo9 que sirve para ilustrar la tesis de Hursthouse.  Richard Manning (John Ritter) es un celoso siquiatra que practica una cesárea a su esposa, sin que ella consienta. El argumento legal del episodio gira en torno a la tipicidad de la acción de Manning. Si el bebé nació, entonces hay un homicidio, de lo contrario, Manning es solo responsable de lesiones personales.
En el juicio, Melinda Warner (Tamara Tunie), la doctora encargada de realizar la autopsia del bebé, asegura que según los resultados de la prueba médica, la docimasia pulmonar, el niño no nació. A pesar de ello, la fiscal del caso, Alexandra Cabot (Stephanie March) sospecha que Manning asesinó al niño después de haberlo extraído del vientre de su esposa.  Lo interesante del caso es la posición en la que el espectador se encuentra frente al acusado.  Durante todo el proceso parece arbitrario considerar el nacimiento como la barrera a partir de la cual se es o no un ser humano.  Manning es representado como un ser frío, calculador, casi un sicópata incapaz de reconocer la humanidad de su esposa y del niño que está por nacer.  
La serie recrea algunas de las intuiciones de Hursthouse. En primer lugar, sugiere que la vida del feto importa y que parece frívolo y no virtuoso quien lo niega: “Incluso los más dedicados proponentes del punto de vista según el cual aborto deliberado es solo como una apendicetomía o un corte de cabello raramente sostienen la misma posición respecto de un aborto espontáneo.  No es tendencioso afirmar que quienes reaccionan en frente del dolor de un aborto espontáneo diciendo, o incluso pensando, ‘¡Qué embrollo por nada!’ serían crueles y frívolos.” 10 En el caso sugerido por “Law and Order,” parece cruel y frívolo afirmar que Manning es solo culpable de haber herido a una mujer, de haberle sacado un pedazo de su cuerpo y no de asesinar a una persona.
Algo similar sucede con la serie de televisión “House, Md.”  En el capítulo “Fetal Position,”11 Emma Sloan (Anne Ramsay) es una exitosa fotógrafa de 41 años quien tiene 21 semanas de embarazo. Debido a una complicación médica, el síndrome maternal del espejo, los doctores deben decidir si salvar la vida de la madre o la del hijo.  Durante todo el proceso de diagnosis, House (Hugh Laurie) se refiere al no nacido como “feto” o “parásito,” burlándose de todos aquellos que deciden llamarlo nene (baby).
Pese a que solo Cuddy (Lisa Edelstein) apoya a la madre en su decisión de arriesgar su vida por salvar al no nacido, los miembros del equipo médico cuestionan y se extrañan de la reacción de House.  Aunque sea un gran galeno, no deja de ser un pendejo (jerk), un ser huraño incapaz de relacionarse con los otros seres humanos y de vivir, en términos de la ética de la virtud, una vida plena.  Considerar al no nacido como un parásito que amenaza la vida de la madre revela la crueldad de House, no su sabiduría médica. House no alcanza la "eudaimonia," sino que, en palabras de la misma serie, lleva una existencia dolorosa y miserable. Al final del "Feral Position", House recrea la sensación que sintió cuando el feto sostuvo su mano durante una operación. Quizás con este gesto, el director quiera indicar que es otra la perspectiva de House, aunque diga lo contrario, porque diagnosticar es más fácil si se trata a los pacientes como si no fueran seres humanos. 
La posición de Rosalind Hursthouse ha sido objeto de múltiples críticas. Mi interés, en las escasas líneas que permite este blog, más que evaluar es presentar tesis importantes para la filosofía jurídica desde el cine o, en este caso, la televisión.  Por ello, me limito a una pequeña reseña de su ya clásico artículo sobre el aborto. De todos modos, aunque  Hursthouse muy probablemente está equivocada y  su enfoque no es el correcto para determinar la moralidad del aborto, parece tener razón en que dice mucho de nosotros, de quienes somos, de cómo nos relacionamos con los demás, el que consideremos al no nacido como un parásito, un tumor, un corpúsculo  o, por el contrario, uno más de nuestros semejantes.





1-Thomson, J.J. (1971) "A defense of abortion",  Philosophy & Public Affairs, 1(1), pp. 69-80.
2- Velez, A. "En Pro del aborto"
3- Uribe, N. "Debate con altura"
4- "Por un debate serio sobre el aborto"
5- Hursthouse, R. (1991) "Virtue ethics and abortion", Philosophy & Public Affairs, 20(3), pp. 223-246.
6- Ibid. p. 237
7- Ibid. p. 237
8- Ibid. p. 238
9- Law and Order, Special Victims Unit
10-Hursthouse, op, cit, p. 238.
11-House, M.D.