domingo, 17 de agosto de 2014

EN TIEMPOS DEL SIDA (A propósito de “Philadelphia”, de Jonathan Demme, 1993)



En medio del juicio en contra de la oficina de abogados que lo despidió por tener SIDA, Andrew Beckett (Tom Hanks) dice que ama ser abogado, porque de vez en cuando gracias al derecho se logra la justicia. Tiene razón Beckett, de vez en cuando, aunque en las películas casi siempre el veredicto es justo. Quizás por esa extraña eficacia de la verdad en el cine y porque al inicio del litigio, el abogado de Andrew, Joe Miller (Denzel Washington), nos dice que ese no será un proceso como los que se ven en los filmes y que al final no habrá un último testigo que salvará el caso, uno se imagina que se ganará el juicio sin mayores sobresaltos y que el drama estará en otra parte.
Y lo está. Más que una película sobre un litigio, Philadelphia es un filme sobre el SIDA, la discriminación y el homosexualismo en la ciudad. Sobre la discriminación que reciben los pacientes por tener una enfermedad letal y la que sufren los homosexuales por el sólo hecho de tener una diferente orientación sexual. Desde el inicio del filme, ese ya icónico video en el que Bruce Springsteen recorre las calles de la ciudad cantando Streets of Philadelphia, uno se da cuenta de los múltiples contrastes, de los sutiles e invisibles mundos donde habitan algunos de los más ricos centros financieros rodeados de una de las poblaciones más pauperizadas en los Estados Unidos.
En medio de esa Filadelfia, Andrew Beckett es un abogado brillante, trabajador y exitoso. Su talento y su empuje lo han llevado a ascender en la firma de abogados para la que trabaja y a ser encargado de uno de los casos más importantes. El prometedor futuro estaría asegurado, sino fuera porque uno de los socios descubre una lesión del sarcoma de Kaposi en su frente. “Es una herida que me hice jugando raquetbol”, dirá Andrew para esconder su enfermedad. Asustados y rabiosos, los socios deciden hacer una patraña para justificar el despido de Andrew, ocultan una carpeta que él debía presentar para el más importante proceso y la aparecen luego, en el momento necesario para desprestigiar a su abogado y ganar el caso al mismo tiempo.
Sin trabajo y enfermo, Andrew decide demandar a sus anteriores empleadores, pero no encuentra quien lo represente. Después de ser rechazado por nueve abogados, Andrew finalmente logra que Joe Miller, un homofóbico caza-ambulancias, acepte encargarse del caso. La película nos relata luego un aburrido proceso en el que quizás lo único interesante sea una cámara puesta desde la perspectiva del jurado, y en el que, como era de esperarse, la firma de abogados es condenada. Andrew finalmente muere rodeado por el cariño de su siempre comprensiva familia y  de su pareja Miguel Álvarez (Antonio Banderas).
Philadelphia fue una de las primeras películas con alto presupuesto en Hollywood sobre el drama que vivían los pacientes con SIDA de la época. Aun así, el filme ha sido fuente constante de críticas por parte de varios académicos. En primer lugar, se le critica, con acierto, que Andrew aparezca solo, sin apoyo de la comunidad homosexual, un grupo que generó vínculos de ayuda muy fuertes durante la época más dura de la epidemia.[1] Aunque la dinámica de transformación de Miller de homofóbico a respetuoso de las orientaciones sexuales de los demás añade profundidad a la película, lo más lógico habría sido que la defensa de Andrew hubiera sido llevada a cabo por un miembro de las decenas de organizaciones que los homosexuales crearon para proteger sus derechos.
Las escenas entre Andrew y Miguel, su pareja, también han sido objeto de fuertes críticas. Durante la película, la mayor demostración de afecto entre los dos es un romántico baile, nunca se besan, nunca tienen expresiones que no pudieran tener dos buenos amigos. Miguel, por su parte, llevado por sus pasiones y siempre distante de su pareja, parece más el producto de los estereotipos que los latinos tenemos en Estados Unidos que un personaje creíble y serio.
El litigio, por lo demás, es tan plano en su narrativa, que la abogada que defiende a la oficina de abogados tiene que decir “Odio este tipo de casos” para añadir el dramatismo ausente. El problema jurídico de fondo, de hecho, es sólo probatorio, aunque la película se empeñe por decirnos lo contrario. Dado que las leyes y los precedentes están a favor del demandante, el quid del asunto es, por supuesto, cómo establecer los hechos. Aun así, para no desentonar con el mensaje que el filme pretende divulgar, los discursos y preguntas de Miller convierten al proceso en uno en contra de la discriminación. Al final, nos encontramos oyendo sentidas declaraciones sobre la posición de los homosexuales en la sociedad, aunque el caso se gana porque uno de los jurados no cree que sea posible ascender a una persona y luego expulsarla por bajo rendimiento.
Pese a todos sus problemas, Philadelphia es, sin embargo, una película hito en la historia de las minorías en los Estados Unidos. Hace unos meses, escuché un programa en NPR, en el que una actriz que participó en la filmación contaba que varios de los extras habían sido escogidos entre personas contagiadas con SIDA y qué era difícil comprender hoy la exclusión que para entonces—inicios de la década de los noventa— vivían: eran expulsados de sus trabajos, no conseguían apartamentos para arrendar, y eran rechazados en restaurantes y cafeterías. En medio del dolor de reconocer que muchos de sus colegas ya han muerto, la actriz también agradeció el profundo impacto que tuvo la película en la cultura estadounidense. Hoy la discriminación es menor y eso se debe en parte a Philadelphia. Si, al igual que su personaje Andrew Beckett, Demme valora su profesión por la capacidad de lograr justicia, tiene muchas razones para estar contento con su obra.






[1] Ver, por ejemplo, Sarah Shulman, Stagestruck: Theatre, AIDS, and the marketing of Gay America (Durham, NC: Duke University Press, 1998), pp. 49-50.

viernes, 2 de mayo de 2014

LA MUJER AUSENTE, (A propósito de Hostile Witness, Ray Milland, 1968)

Hostile Witness sería una película que pasaría rápido al olvido, si no fuera por el prestigio de su director y protagonista, Ray Milland, el famoso actor galés que encarnara a Tony Wendice en Dial M for Murder, una de las tantas obras maestras de Hitchcock (1954).
El filme relata la historia de un abogado famoso, Simon Crawford (Milland), quien luego de ganar un difícil juicio sufre la pérdida de su hija Joanna (Sandra Tallent) en un accidente de tránsito. La pena por la muerte de su ser más querido, lleva a Simon a una terrible depresión, hasta el punto que tiene que ser internado en un hospital siquiátrico.
Una vez recupera su salud mental, Simon es acusado de asesinar al supuesto responsable de la muerte de su hija. Todas las pruebas indican que el famoso abogado es el culpable, en su escritorio se encuentra una carta en la que un detective privado le indica quién iba conduciendo el automóvil que atropelló a Joanna; la noche del homicidio, Simon no la pasa en su casa y, lo peor, no es capaz de dar cuenta de dónde estaba al momento del crimen.
Para su defensa, Simon encomienda a Sheila Larkin (Sylvia Sims), una joven y brillante asistente que, sin embargo, no tolera que su jefe siempre la deje de lado en la toma de las decisiones de la oficina. A pesar de defender a Simon de forma brillante, Sheila se ve obligada a renunciar a representar a su ex jefe, porque ella no está de acuerdo en interrogar al único testigo que podría comprobar la inocencia de Simon.
Aunque Sheila tenía razón sobre la estrategia jurídica (las torpes declaraciones del testigo sirvieron para suscitar más sospechas), al final Simon, defendiéndose a sí mismo, logra comprobar que el verdadero culpable fue Charles Milburn (Norman Barrs), un asistente suyo que había fabricado las pruebas para vengarse por la participación del ahora jefe, como fiscal, en el caso que lo llevaría a la cárcel décadas antes.
Hostile Witness es más un thriller que una película del genero judicial, el énfasis está más en la pregunta sobre quién en realidad cometió el asesinato que en el proceso mismo. Aun así, hay varios elementos para resaltar. El primero es la parte procesal, todo el caso se define a partir de los testimonios del homicida, quien es obligado a confesar a partir de las preguntas hechas por Simon. Con el paso del tiempo, la ciencia y la prueba pericial han reemplazado a los testimonios en las películas sobre crímenes.
Un segundo elemento, más interesante, es el papel de la apoderada de Simon, Sheila Larkin. En 1992, Cynthia Lucia[1] escribió un artículo en Cinéaste sobre varias películas judiciales que giraban en torno a la labor de las mujeres en el litigio (The Accused, Class Action, entre otras). La tesis de Lucia es que a pesar del papel protagónico de las abogadas en estos filmes, su posición siempre era refrendada por una figura masculina a quien ellas debían someterse, o rendir pleitesía, para poder alcanzar el reconocimiento necesario. Este tipo de sexismo es claro en el caso de Hostile Witness, Sheila Larkin siempre es tratada como una niña menor por Simon, una aprendiza que necesita de la aprobación final del maestro para poder actuar de forma independiente.




[1] Cynthia Lucia, “Women on Trial: The Female Lawyer in the Hollywood Courtroom,” Cinéaste 19, no. 2/3 (January 1, 1992): 32–37.

viernes, 18 de abril de 2014

“LA VOZ NO ESCUCHADA” A propósito de The Accused (Jonathan Kaplan, 1988)

En la primera escena, Ken Joyce (Bernie Coulson), un joven universitario, sale corriendo de un bar buscando un teléfono público para llamar a la policía e informar a la policía que al menos cuatro hombres han violado a una mujer. Segundos después, vemos a la víctima, Sarah Tobias (Jodie Foster), semidesnuda buscando ayuda de forma desesperada. Inspirada en el famoso caso de Cheryl Araujo, The Accused relata el drama vivido por Sarah Tobias por alcanzar justicia y hacer oír su voz en una sociedad que siempre le ha dado la espalda.
Nadie parece querer ayudar a Tobias, al inicio de la película. Su pareja, no sólo no la entiende, sino que parece más prono a culparla por la violación que a ayudarla a superar el trauma, su madre no es capaz de entrever en una conversación telefónica el drama pavoroso que está viviendo Tobías,  la fiscal encargada, Kathryn Murphy (Kelly McGillis), no está interesada en buscar algún tipo de reparación o justicia, sino en ganar el caso.
Mientras alientan a un equipo de Hockey, Murphy acuerda con su jefe Paul Rudolph (Carmen Argenziano) buscar inculpar a los responsables con un delito menor—asalto agravado—dado que las únicas pruebas existentes obran en contra de Tobías: Antes de la violación, ella había consumido licor y marihuana y había confesado a su mejor amiga que deseaba tener relaciones con uno de los muchachos que se encontraba en el bar. Para acabar de ajustar, el único testigo de la fiscalía, Polito (Stephen Miller) carecía de credibilidad alguna, por sus antecedentes judiciales. En medio de la brutalidad del partido de hockey, Jonathan Kaplan, el director de la película, parece sugerir que para las mujeres es imposible ganar en otro tipo de juego dominado por visiones exclusivamente masculinas, el derecho. En lugar de confrontar a su oponente, en un terreno en el que no podrá ganar, Murphy opta por el camino más sencillo, renunciar a la verdad para alcanzar el remedo más parecido a la justicia.
La suerte de Tobias cambia cuando encuentra a Murphy en un hospital. “Era una voz y era la mía,” Tobias le dice a la fiscal, recriminándole haberla dejado de lado en el proceso que llevó a la cárcel a sus violadores. Lo que ella buscaba no era sólo la prisión de sus agresores, era que la verdad se supiera, que esa voz que ella describe en tercera persona pudiera narrarse en voz propia.
La petición de Tobias recuerda el caso de Inez García, una joven latina que asesinó a sus violadores, varios minutos después del asalto. En un primer juicio, el abogado defensor logró disminuir la condena alegando que su defendida no se hallaba en capacidad de decidir, al momento del homicidio. A pesar, de haber logrado una sentencia favorable, García nunca estuvo de acuerdo con la estrategia de su abogado, para ella era ofensivo sugerir que ella se había equivocado y que el homicidio se debía a algún problema mental suyo. En un segundo juicio, García contrató a una nueva abogada que la defendió con base en la legítima defensa. La acusada, por tanto, no era ya una enferma que se había dejado llevar por circunstancias extremas, sino una muchacha que en pleno ejercicio de su libertad, había optado por ejercer su derecho a la defensa. En The Accused, Tobías expresa a la fiscal una preocupación similar a la de Inez García. A pesar de que Murphy había logrado enviar a la cárcel a los culpables de la violación, en el proceso jamás se escuchó la voz de Tobias y los criminales jamás fueron acusados por las acciones que cometieron.
Luego de escuchar a Topias, Murphy decide abrir un caso nuevo, esta vez no para acusar a los violadores, sino para inculpar a quienes habían estado en el bar y se habían dedicado a alentar a los abusadores, en lugar de proteger a Tobias. Una vez Murphy manifiesta a su jefe su intención, él le contesta: “¿Qué pasa si pierde? Parecerá una incompetente. Si gana, parecerá una vengativa bruja.”
En las últimas escenas, el director reconstruye la violación de Tobias a partir del testimonio de Ken Joyce, el joven que al inicio de la película llama a la policía pidiendo ayuda. El proceso termina con una condena para los culpables, mientras que Murphy y Tobias se alegran por la sentencia proferida.

The Accused es una película interesante por muchas razones. La primera es que pone en evidencia la doble victimización a la que las mujeres violadas son sometidas en los procesos judiciales. Tobias, al igual que Cheryl Araujo en la realidad, es tratada por abogados y jueces como si fuera la culpable del ultraje, como si bailar de forma provocativa y consumir alguna droga justificara todo tipo de vejámenes y humillaciones. En segundo lugar, The Accused resalta la culpabilidad de quienes, a pesar de no participar directamente en una violación, alientan y promueven la comisión de un crimen. Aun así, la película no ofrece lo que promete, es sólo a través del testimonio de Kevin Joyce que nos enteramos de la brutalidad con la que Tobias fue violada por varias personas, mientras los demás alentaban como locos. La voz de la víctima, incluso en el juicio que revelará la atrocidad de los hechos, permanece en silencio. 

domingo, 2 de diciembre de 2012

POR QUÉ ENCARCELARON A BERNIE SI… (A propósito de “Bernie” de Richard Linklater, 2011)


Todos aquellos que defienden justificaciones consecuencialistas de la pena, deberían hacer el siguiente ejercicio, explicar por qué Bernie Tiede debe estar en la cárcel. Es un caso extraño, sin duda, uno de esos que uno no puede creer, sobre todo luego de escuchar a quienes conocieron a Bernie decirque él era un santo, que si mató a Marjorie Nugent, todos podemos cometer un homicidio algún día.
Basada en la investigación periodista hecha por Skip Hollandsworth, Bernie cuenta con humor negro la historia de un asistente de una funeraria que en una noche de desesperación asesina a la viuda Marjorie Nugent, de 81 años de edad. Bernie, sin embargo, no es solo una comedia, también es un documental. Con excepción de Shirley MacClaine (Marjorie Nugent) y Jack Black (Bernie Tiede), la mayoría de personajes son habitantes de Carthage, el pueblo de Texas donde ocurrió el homicidio. Esa combinación extraña de burla y narración, aunque ofensiva para algunos de los implicados, permite analizar sin dramatismos una historia increíble, de esas que prueban que la vida es más imaginativa que el más imaginativo de los legisladores.
A diferencia de las posiciones retributivas y restitucionistas, el consecuencialismo, como su nombre lo indica, justifica la pena por las consecuencias de la sanción. En términos generales, se cree que la sociedad estaría mejor con un sistema punitivo que sin él. La resocialización de los criminales y la prevención del delito son los resultados generalmente esperados por aquellos seguidores de este tipo de teorías.
Ahora bien, ¿Necesita Bernie ser resocializado? Al menos para la versión del personaje dada por la película y para la mayoría de personajes de Carthage entrevistados por Hollandsworth, Bernie Tiede es un gran hombre, uno de los mejores que ha pasado por ese pequeño pueblo de Texas, uno que jamás asesinará a otra persona. En contra de esta versión, el fiscal de distrito, Danny Buck (Matthew McConaughey), sugiere que Bernie es en realidad un peligroso criminal, uno que se hace amigo de las viudas para asesinarlas y quedarse con toda su fortuna. 
Si uno sólo transcribe los hechos, la posición del fiscal parece ser la más verosímil. Bernie, un hombre de edad madura, con una profesión no bien paga ($18.000 al año), con muy costosas aficiones y con un compulsivo afán por gastar, gana el corazón de la viuda más rica del pueblo y la asesina unos meses después de que ella lo convierta en su único heredero. Por fuera de la cárcel, es un peligro para otras viudas, dirá Buck sobre Bernie.
Uno empieza a creer en la inocencia de Bernie, cuando uno ve la película y escucha a quienes le conocieron. Bernie no solo era atento con Marjie, lo era con cuanta viuda había en Carthage. En los servicios funerarios, las consolaba, las cuidaba, incluso les cantaba sus himnos preferidos. Cuando muera, espero que Bernie cante en la ceremonia, así podré llegar más rápido al cielo, diría una las habitantes de Carthage.
Por lo demás, Marjorie Nugent parece ser una de esas personas capaces de crear un ataque de ansiedad incluso al más relajado monje budista. En una entrevista al New York Times, su sobrina describe cómo Marjorie llegó a torturarla, cómo luchó por su custodia a toda costa, pagando incluso a costosísimos abogados e inventando historias en contra de su padre para obtenerla. El cadáver de Marjorie, de hecho, solo fue velado por unos pocos familiares, más interesados en reclamar la herencia que en llorar a la víctima. En pocas palabras, así como a Bernie todo el mundo lo quería en el pueblo, a Marjorie no la aguantaban ni su familia más cercana.
Si al carácter frágil de Bernie, a su vida atormentada por la temprana muerte de su padres, a su compulsión por ayudar a quien necesita ayuda, uno le suma el carácter posesivo de Marjorie y su obsesión por controlar a las personas como si fueran su propiedad, la explicación más plausible es que Bernie sufrió un algún tipo de episodio sicológico que lo llevó a cometer un crimen que jamás volverá a perpetrar. En este sentido, no es exagerado afirmar que la resocialización es innecesaria.
Ahora bien, ¿justifica la prevención del delito la pena de Bernie? A pesar de los muchos estudios sicológicos sobre el tema, en esta pregunta siempre habrá mucho de especulación. En regímenes autoritarios en los que los delitos se castigan incluso con crueles torturas, las personas siguen delinquiendo, tal vez impulsadas por lo que en sicología se ha llamado optimistic bias, convencidas de que ellas serán la excepción y jamás serán capturadas.
En todo caso, no creo que la cadena perpetua de Bernie contribuya en mucho a la prevención del delito. Me cuesta pensar que existan muchos criminales en potencia, dispuestos a pasar años entre cadáveres, a cuidar a quejumbrosas viudas, a cantar en los servicios funerarios, a organizar musicales en las Universidades y todo aquello que Bernie hacía por la comunidad, sólo con el fin de ganarse el corazón de una viuda a la cual  luego asesinar. Además, si nos atenemos a una justificación simplemente consecuencialista, al juzgar a Bernie, habría que tener en cuenta todo el bienestar que trajo a su comunidad, la alegría que llevó al pueblo al fomentar el arte y al preocuparse por aquellos sectores que el progreso y la velocidad de la vida contemporánea dejan de lado.
No sé cuál sea la acción justa a tomar en el caso de Bernie. Quizás una pena menos severa se justifique apelando a otro tipo de fundamentaciones éticas. Es posible, también, que una visión consecuencialista de la regla cuyo principal valor sea la retribución pueda explicar la sanción impuesta. Lo cierto del caso, sin embargo, es que Carthage llora el encarcelamiento de Bernie y espera que algo pase para poder recibir a su habitante predilecto.

viernes, 20 de julio de 2012

EL PÚBLICO DE LOS ABOGADOS (A propósito de The Lawyer, de Sidney J. Furie, 1970)

Hace unos pocos días, en una entrevista hecha por María Jimena Duzán (para leerla, presione aquí), Jaime Lombana y Jaime Granados confesaron que ambos filtran pruebas a los medios de comunicación (A propósito, ¿Quién habrá entregado a El Tiempo, el video de Iguarán reuniéndose con la Jueza?) De cierta forma, los litigantes aceptaron que usan a la prensa, la radio y la televisión para lograr el resultado deseado en los procesos judiciales.
El problema de la relación entre los medios de comunicación y el litigio ha sido discutido en varias películas. En The Verdict (Lumet, 1982), Frank Galvin (Paul Newman) confiesa a su mejor amigo que él no manipulará a los medios como lo hace su contraparte, Ed Concannon (James Mason), porque, “Él no es ese tipo de abogados.” Lumet censura las acciones de Concannon, las muestra como deshonestas, como una forma en la que los poderosos pueden sacar provecho de su dinero e influencias para conducir al jurado a fallar sin tener en cuenta la verdad de los hechos.
No es esta, sin embargo, una opinión unánime en la Academia. Peter Gabel y Paul Harris,[1] por ejemplo, dos miembros del movimiento de los estudios críticos del derecho, apoyan y aplauden la labor de los abogados que congregagron la opinión pública en los cazos de Inez García y los ocho de Chicago. Una posición similar asume Jim Sheridan, quien celebra las marchas organizadas por Gareth Pierce (Emma Thompson) para lograr la libertad de Gerry Conlon (Daniel Day-Lewis), en In the name of the father.
The Lawyer representa vagamente Sheppard v. Maxwell, el primer caso en los Estados Unidos en los que se ordenó revocar un fallo con base en que el jurado estaba contaminado por las opiniones de los medios de comunicación. A pesar de haber inspirado Petrocelli, la popular serie de televisión,  la película está casi olvidada, lo cual es una lástima, dada la importancia de los temas y debates sobre los que trata.
Petrocelli (Barry Newman) es un joven graduado en Harvard que ejerce su profesión en un pequeño pueblo en el suroeste estadounidense. Casi al inicio de la película, lo vemos defendiendo a una persona acusada de estar embriagada en lugar público. Petrocelli pregunta al policía encargado del arresto, “¿Cómo sabe que el acusado no tenía un ataque epiléptico?” El oficial sugiere que no lo sabe, ningún examen médico fue practicado al detenido, pero asume que esa era su condición, dado el historial delictivo del acusado. No son las pruebas que reposan en el expediente las que condenan al cliente de Petrocelli, es su entorno, la fama que tiene en el pequeño pueblo donde habita.
Algo similar sucede con Jack Harrison (Robert Colbert), un médico acusado del asesinato de su esposa. Aun cuando no hay pruebas contundentes, Jack es condenado. Durante los días del juicio, los noticieros de televisión se regodearon pasando noticias en las que se mostraba al acusado como un empedernido mujeriego, un hombre inmoral capaz de cualquier cosa con tal de satisfacer sus deseos. En varias ocasiones, Petrocelli pidió que se secuestrara al jurado, que se le mantuviera en un sitio donde no pudieran contaminarse de las opiniones de los medios de comunicación. Sus peticiones no fueron escuchadas.
Petrocelli logra  la nulidad del caso, con base en la manipulación que sufrieron los jurados por los noticieros. En el segundo juicio, en lugar de probar la inocencia de su cliente, Petrocelli relata una versión de los hechos que concuerda con las pruebas, en la que Jack no asesina a su esposa. Si la fiscalía es incapaz de probar que esta versión no es posible, entonces no se ha desvirtuado la presunción de inocencia, afirma.
The Lawyer, al igual que Sheppard v. Maxwell, es interesante por la pregunta que plantea, la relación entre los medios de comunicación y el litigio. La historia del caso y de la película sugieren que las personas encargadas de juzgar fácilmente se dejan llevar por la presión del público y olvidan lo que se ha o no probado durante el proceso legal. 
En contra de la posición de Petrocelli, podría pensarse que la opinión pública es un gran jurado encargado de juzgar y problematizar los conflictos sociales que se invizibilizan y ocultan en los procesos judiciales. Esa es la posición de Gabel y Harris, al menos. 
Afirmaba antes que The Lawyer es una película interesante, porque plantea el problema de la relación entre el derecho y los medios de comunicación. La respuesta a la pregunta, sin embargo, en sociedades tan permeadas por la televisión, amerita una urgente y más profunda reflexión.

Coda: The Lawyer y Reversal of Fortune (Schroeder, 1990) son de las pocas películas sobre casos judiciales en los que no se toma partido sobre la inocencia o culpabilidad de los acusados. Curiosamente, ambos filmes se basan en casos reales en los que los esposos son acusados de asesinar a sus parjeas. 


[1] Ver, Peter Gabel y Paul Harris, “Building Power and Breaking Images: Critical Legal Theory and the Practice of Law,” en NYU Review of Law and Social Change 369 (1982-1983).

jueves, 24 de mayo de 2012

En las profundidades de la vida (A propósito de Into the Abyss, de Herzog)


Sobre la pena de muerte hay películas para todos los gustos. Las hay aquellas como The Life of David Gale (Parker, 2003) que critican la máxima condena, porque consideran que siempre será posible sentenciar a un inocente. En cambio, hay otras que la defienden bajo el supuesto de que es posible dejar con vida a un criminal horrendo, como en Just Cause (Arne Glimcher, 1995).
Algunas se caracterizan por guiones bien elaborados que de alguna manera dignifican al criminal, pese la gravedad de sus crímenes. Es el caso de Death Man Walking (Tim Robbins, 1995), película en la que se cuestiona la pena de muerte impuesta a Matthew Poncelet (Sean Penn). Aun cuando sabemos que Poncelet asesinó y violó brutalmente a una muchacha, hay algo de humanidad en su actuar que nos invita a censurar su condena. Otras cintas como Dancer in the dark (Lars von Trier, 2000) critican la pena de muerte por los prejuicios que históricamente han hecho que varias minorías sean condenadas con mayor frecuencia.
Ninguna de ellas, creo, logra penetrar de forma tan profunda en la existencia humana como lo hace Herzog en su documental Into the Abyss.  Si Herzog viajó a las honduras de la cueva de Chauvet para indagar sobre los orígenes del arte en Cave of forgotten dreams (2010), en Into the Abyss  desciende a los abismos más oscuros de la existencia humana. Lo hace equipado solo de su cámara y de su increíble habilidad para conversar.
A pesar de las intenciones de Herzoz y de los productores, Into the Abyss no es en realidad una película sobre la pena de muerte, es más bien una cinta que usa esta circunstancia para indagar sobre el significado de la vida, la muerte y la venganza.  Al inicio del filme, por ejemplo, el reverendo Richard López, encargado de asistir espiritualmente a quienes se hallan en el corredor de la muerte, nos dice llorando que nunca ha podido salvar la vida de ninguno de los condenados, a pesar de haber logrado evitar la muerte de unas ardillas, mientras conducía su automóvil.
Al trabajar en la cercanía de la muerte, López descubre el valor de la vida. El mismo que reivindica Delbert Burkett, quien entre lágrimas y cumpliendo una condena de cuarenta años, nos cuenta cómo salvó la vida de su hijo, James. Lo hizo durante el juicio. Allí dijo que su hijo no era el responsable del homicidio de dos adolescentes en Conroe, Texas, que él era el culpable, porque había sido un padre ausente, uno entregado al alcohol y a las drogas, uno que descuidó la educación y salud de Jason. Gracias a dos miembros del Jurado, Jason fue sentenciado a la cadena perpetua y no a la pena de muerte, destino final de su cómplice, Michael Perry.
Ocho días antes de la ejecución de Perry, Herzog lo entrevista. Perry ingresa a la cabina sonriendo, con un rostro infantil similar al de aquellos estudiantes que se sientan en la última fila y que hacen imposible la vida a algunos profesores. Nunca confiesa el crimen por el que será ejecutado, el asesinato de Sandra Stotler, una enfermera de cincuenta años.  Acude a Dios como supuesto testigo de su inocencia y como certeza del final que le esperará.
Lisa, la hija de Sandra Stotler y la hermana de Adam, asesinados por Perry y Burkett, le cuenta a Herzog que en solo unos meses perdió a seis miembros de su familia por enfermedades o accidentes. Confiesa que sintió alivió cuando vio la ejecución de Perry, porque, “Hay personas que sencillamente no merecen vivir.” Por su parte, Charles Richardson, hermano de Jeremy, también asesinado en los hechos, confiesa entre lágrimas que todos creían que su hermano sería el que sobreviviría, él era el único hombre de la familia que no había estado en la cárcel.
Cada uno de los entrevistados descubre su alma a Herzog. Todos revelan hechos que difícilmente podríamos creer si nos los contaran una persona en la calle ¡Qué más irreal que El testimonio de Melyssa Burkett, la esposa de Jason, quien nos cuenta que por correspondencia se enamoró de su marido y que descubrió que era el hombre de su vida cuando vio un arcoíris que empezaba en la celda donde se encontraba Jason! Más increíble aún, es que ella haya concebido un hijo que aparentemente es de Jason, a pesar de que las visitas conyugales están prohibidas, y solo le permiten tocar la mano de su compañero.
Desde el inicio del filme, Herzog nos confiesa que está en contra de la pena de muerte. Aún sí, es difícil leer la película como un manifiesto en contra de la pena máxima. Al contrario, la obra parece estar formada por las intensas tonalidades de la existencia humana que la cercanía a la muerte crea. De todos modos, hay algo común en todos los entrevistados, un profundo amor a la vida. El sentimiento puede verse en Delbert Burkett, quien se alegra de salvar la vida de su hijo, a pesar de que no pudo evitar la cadena perpetua. Puede verse en Melyssa, su nuera, quien aparentemente sobornó a guardias de la cárcel para obtener el semen necesario para concebir un hijo del hombre que cree amar. Se deja ver en la tenacidad de Lisa, quien se resiste a dejarse dominar por la depresión, a pesar de haber perdido toda su familia en un lapso inferior a un año.
Uno se pregunta si ese amor por la vida que exuda la obra de Herzog al charlar con quienes han experimentado el drama de la muerte, no es la mejor prueba de la inmoralidad de la pena máxima.  Al fin y al cabo, al asesinar incluso a los peores criminales, el Estado destruye lo que más amamos.

domingo, 6 de mayo de 2012

El rol del director (A propósito de Das Experiment de Oliver Hirschbiegel)

Si Philip Zambardo hubiera querido conocer la naturaleza del ser humano cuando en situaciones extremas asume cierto tipo de roles, le habría bastado leer al Señor de las Moscas (1954), o escuchar las historias de quienes sobrevivieron a una guerra, la de Vietnam por ejemplo. El celo científico, no obstante, llevó al investigador a usar a seres humanos en una prueba que sería mundialmente conocida como el experimento de la Universidad de Stanford. 12 jóvenes harían de prisioneros mientras otros 8 serían los guardas en una ficticia cárcel creada en los sótanos de la Universidad estadounidense.

Das Experiment, la película dirigida por Oliver Hirschbiegel, recrea varios de los eventos ocurridos en el famoso experimento de Stanford. Al igual que en la vida real, en el filme los guardias recurren a extinguidores para aplacar a los presos y obligarles a dormir desnudos y sin literas en sus celdas como castigo. Al igual que en el filme, en el experimento los prisioneros fueron obligados a lavar sanitarios con las manos y a sufrir castigos como el confinamiento en calabozos.
Tanto la película como el experimento llevan un paso más allá las célebres investigaciones realizadas por Stanley Milgram sobre la autoridad y el papel de los roles. A diferencia de Milgran, Zambardo hizo parte del experimento hasta el punto que olvidó que era sicólogo y comenzó a tratar a los estudiantes como verdaderos prisioneros. En sus memorias, Zambardo recuerda que cuando uno de los prisioneros sufrió una crisis nerviosa, pensó "como carcelero no como profesor o como sicoanalista.”
En la vida real y en la película, los uniformes no sólo confieren a los guardias autoridad sobre los prisioneros, las reglas de la cárcel se crean para borrar cualquier rastro de personalidad en los internos; los nombres son reemplazados por números, los vestidos por batas de cirugía. Ante la humillación producida por la cárcel, los falsos prisioneros no encuentran más recurso que seguir al único líder capaz de ofrecer resistencia, quienquiera él sea.

Das Experiment es una película interesante hasta que decide dejar atrás la historia real y convertirse en un holywoodesco thriller. En lugar de explorar la influencia que una institución como la cárcel ejerce en nuestras personalidades, la cinta se pierde en enfrentamientos karatekas, persecuciones por interminables sótanos y una fallida puñalada, una escena bastante semejante a las escenas más violentas de Takeshi Kitano.  Al final, Hirschbiegel, quizás, no fue capaz de escapar de su rol de director, de miembro de una empresa que tiene que cautivar a los espectadores más con la tensión de la película que con la seriedad de las ideas.