Sobre la pena de muerte hay películas para todos los gustos.
Las hay aquellas como The Life of David
Gale (Parker, 2003) que critican la máxima condena, porque consideran que
siempre será posible sentenciar a un inocente. En cambio, hay otras que la
defienden bajo el supuesto de que es posible dejar con vida a un criminal
horrendo, como en Just Cause (Arne Glimcher,
1995).
Algunas se caracterizan por guiones bien elaborados que de
alguna manera dignifican al criminal, pese la gravedad de sus crímenes. Es el
caso de Death Man Walking (Tim
Robbins, 1995), película en la que se cuestiona la pena de muerte impuesta a
Matthew Poncelet (Sean Penn). Aun cuando sabemos que Poncelet asesinó y violó brutalmente a
una muchacha, hay algo de humanidad en su actuar que nos invita a censurar su
condena. Otras cintas como Dancer in the
dark (Lars von Trier, 2000) critican la pena de muerte por los prejuicios
que históricamente han hecho que varias minorías sean condenadas con mayor
frecuencia.
Ninguna de ellas, creo, logra penetrar de forma tan profunda
en la existencia humana como lo hace Herzog en su documental Into the Abyss. Si Herzog viajó a las honduras de la cueva de
Chauvet para indagar sobre los orígenes del arte en Cave of forgotten dreams (2010), en Into the Abyss desciende a los abismos más oscuros de la
existencia humana. Lo hace equipado solo de su cámara y de su increíble habilidad para conversar.
A pesar de las intenciones de Herzoz y de los productores, Into the Abyss no es en realidad una
película sobre la pena de muerte, es más bien una cinta que usa esta
circunstancia para indagar sobre el significado de la vida, la muerte y la
venganza. Al inicio del filme, por
ejemplo, el reverendo Richard López, encargado de asistir espiritualmente a
quienes se hallan en el corredor de la muerte, nos dice llorando que nunca ha podido
salvar la vida de ninguno de los condenados, a pesar de haber logrado evitar la
muerte de unas ardillas, mientras conducía su automóvil.
Al trabajar en la cercanía de la muerte, López descubre el
valor de la vida. El mismo que reivindica Delbert Burkett, quien entre lágrimas y cumpliendo una condena de cuarenta años,
nos cuenta cómo salvó la vida de su hijo, James. Lo hizo durante el juicio. Allí dijo que su hijo no era el responsable del homicidio de dos adolescentes
en Conroe, Texas, que él era el culpable, porque había sido un padre ausente,
uno entregado al alcohol y a las drogas, uno que descuidó la educación y salud
de Jason. Gracias a dos miembros del
Jurado, Jason fue sentenciado a la cadena perpetua y no a la pena de muerte, destino final de su cómplice, Michael Perry.
Ocho días antes de la ejecución de Perry, Herzog lo
entrevista. Perry ingresa a la cabina sonriendo, con un rostro infantil similar
al de aquellos estudiantes que se sientan en la última fila y que hacen
imposible la vida a algunos profesores. Nunca confiesa el crimen por el que
será ejecutado, el asesinato de Sandra Stotler, una enfermera de cincuenta
años. Acude a Dios como supuesto testigo
de su inocencia y como certeza del final que le esperará.
Lisa, la hija de Sandra Stotler y la hermana de Adam,
asesinados por Perry y Burkett, le cuenta a Herzog que en solo unos meses
perdió a seis miembros de su familia por enfermedades o accidentes. Confiesa
que sintió alivió cuando vio la ejecución de Perry, porque, “Hay personas que sencillamente
no merecen vivir.” Por su parte, Charles Richardson, hermano de Jeremy, también
asesinado en los hechos, confiesa entre lágrimas que todos creían que su
hermano sería el que sobreviviría, él era el único hombre de la familia que no
había estado en la cárcel.
Cada uno de los entrevistados descubre su alma a Herzog. Todos
revelan hechos que difícilmente podríamos creer si nos los contaran una
persona en la calle ¡Qué más irreal que El testimonio de Melyssa Burkett, la
esposa de Jason, quien nos cuenta que por correspondencia se enamoró de su
marido y que descubrió que era el hombre de su vida cuando vio un arcoíris que
empezaba en la celda donde se encontraba Jason! Más increíble aún, es que ella
haya concebido un hijo que aparentemente es de Jason, a pesar de que las
visitas conyugales están prohibidas, y solo le permiten tocar la mano de su
compañero.
Desde el inicio del filme, Herzog nos confiesa que está en
contra de la pena de muerte. Aún sí, es difícil leer la película como un manifiesto
en contra de la pena máxima. Al contrario, la obra parece estar formada por las
intensas tonalidades de la existencia humana que la cercanía a la muerte crea.
De todos modos, hay algo común en todos los entrevistados, un profundo amor a
la vida. El sentimiento puede verse en Delbert Burkett, quien se alegra de
salvar la vida de su hijo, a pesar de que no pudo evitar la cadena perpetua.
Puede verse en Melyssa, su nuera, quien aparentemente sobornó a guardias de la cárcel para obtener el semen necesario para concebir un hijo del hombre que cree
amar. Se deja ver en la tenacidad de Lisa, quien se resiste a dejarse dominar
por la depresión, a pesar de haber perdido toda su familia en un lapso inferior
a un año.
Uno se pregunta si ese amor por la vida que exuda la obra de
Herzog al charlar con quienes han experimentado el drama de la muerte, no es la
mejor prueba de la inmoralidad de la pena máxima. Al fin y al cabo, al asesinar incluso a los
peores criminales, el Estado destruye lo que más amamos.
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