domingo, 17 de agosto de 2014

EN TIEMPOS DEL SIDA (A propósito de “Philadelphia”, de Jonathan Demme, 1993)



En medio del juicio en contra de la oficina de abogados que lo despidió por tener SIDA, Andrew Beckett (Tom Hanks) dice que ama ser abogado, porque de vez en cuando gracias al derecho se logra la justicia. Tiene razón Beckett, de vez en cuando, aunque en las películas casi siempre el veredicto es justo. Quizás por esa extraña eficacia de la verdad en el cine y porque al inicio del litigio, el abogado de Andrew, Joe Miller (Denzel Washington), nos dice que ese no será un proceso como los que se ven en los filmes y que al final no habrá un último testigo que salvará el caso, uno se imagina que se ganará el juicio sin mayores sobresaltos y que el drama estará en otra parte.
Y lo está. Más que una película sobre un litigio, Philadelphia es un filme sobre el SIDA, la discriminación y el homosexualismo en la ciudad. Sobre la discriminación que reciben los pacientes por tener una enfermedad letal y la que sufren los homosexuales por el sólo hecho de tener una diferente orientación sexual. Desde el inicio del filme, ese ya icónico video en el que Bruce Springsteen recorre las calles de la ciudad cantando Streets of Philadelphia, uno se da cuenta de los múltiples contrastes, de los sutiles e invisibles mundos donde habitan algunos de los más ricos centros financieros rodeados de una de las poblaciones más pauperizadas en los Estados Unidos.
En medio de esa Filadelfia, Andrew Beckett es un abogado brillante, trabajador y exitoso. Su talento y su empuje lo han llevado a ascender en la firma de abogados para la que trabaja y a ser encargado de uno de los casos más importantes. El prometedor futuro estaría asegurado, sino fuera porque uno de los socios descubre una lesión del sarcoma de Kaposi en su frente. “Es una herida que me hice jugando raquetbol”, dirá Andrew para esconder su enfermedad. Asustados y rabiosos, los socios deciden hacer una patraña para justificar el despido de Andrew, ocultan una carpeta que él debía presentar para el más importante proceso y la aparecen luego, en el momento necesario para desprestigiar a su abogado y ganar el caso al mismo tiempo.
Sin trabajo y enfermo, Andrew decide demandar a sus anteriores empleadores, pero no encuentra quien lo represente. Después de ser rechazado por nueve abogados, Andrew finalmente logra que Joe Miller, un homofóbico caza-ambulancias, acepte encargarse del caso. La película nos relata luego un aburrido proceso en el que quizás lo único interesante sea una cámara puesta desde la perspectiva del jurado, y en el que, como era de esperarse, la firma de abogados es condenada. Andrew finalmente muere rodeado por el cariño de su siempre comprensiva familia y  de su pareja Miguel Álvarez (Antonio Banderas).
Philadelphia fue una de las primeras películas con alto presupuesto en Hollywood sobre el drama que vivían los pacientes con SIDA de la época. Aun así, el filme ha sido fuente constante de críticas por parte de varios académicos. En primer lugar, se le critica, con acierto, que Andrew aparezca solo, sin apoyo de la comunidad homosexual, un grupo que generó vínculos de ayuda muy fuertes durante la época más dura de la epidemia.[1] Aunque la dinámica de transformación de Miller de homofóbico a respetuoso de las orientaciones sexuales de los demás añade profundidad a la película, lo más lógico habría sido que la defensa de Andrew hubiera sido llevada a cabo por un miembro de las decenas de organizaciones que los homosexuales crearon para proteger sus derechos.
Las escenas entre Andrew y Miguel, su pareja, también han sido objeto de fuertes críticas. Durante la película, la mayor demostración de afecto entre los dos es un romántico baile, nunca se besan, nunca tienen expresiones que no pudieran tener dos buenos amigos. Miguel, por su parte, llevado por sus pasiones y siempre distante de su pareja, parece más el producto de los estereotipos que los latinos tenemos en Estados Unidos que un personaje creíble y serio.
El litigio, por lo demás, es tan plano en su narrativa, que la abogada que defiende a la oficina de abogados tiene que decir “Odio este tipo de casos” para añadir el dramatismo ausente. El problema jurídico de fondo, de hecho, es sólo probatorio, aunque la película se empeñe por decirnos lo contrario. Dado que las leyes y los precedentes están a favor del demandante, el quid del asunto es, por supuesto, cómo establecer los hechos. Aun así, para no desentonar con el mensaje que el filme pretende divulgar, los discursos y preguntas de Miller convierten al proceso en uno en contra de la discriminación. Al final, nos encontramos oyendo sentidas declaraciones sobre la posición de los homosexuales en la sociedad, aunque el caso se gana porque uno de los jurados no cree que sea posible ascender a una persona y luego expulsarla por bajo rendimiento.
Pese a todos sus problemas, Philadelphia es, sin embargo, una película hito en la historia de las minorías en los Estados Unidos. Hace unos meses, escuché un programa en NPR, en el que una actriz que participó en la filmación contaba que varios de los extras habían sido escogidos entre personas contagiadas con SIDA y qué era difícil comprender hoy la exclusión que para entonces—inicios de la década de los noventa— vivían: eran expulsados de sus trabajos, no conseguían apartamentos para arrendar, y eran rechazados en restaurantes y cafeterías. En medio del dolor de reconocer que muchos de sus colegas ya han muerto, la actriz también agradeció el profundo impacto que tuvo la película en la cultura estadounidense. Hoy la discriminación es menor y eso se debe en parte a Philadelphia. Si, al igual que su personaje Andrew Beckett, Demme valora su profesión por la capacidad de lograr justicia, tiene muchas razones para estar contento con su obra.






[1] Ver, por ejemplo, Sarah Shulman, Stagestruck: Theatre, AIDS, and the marketing of Gay America (Durham, NC: Duke University Press, 1998), pp. 49-50.