lunes, 30 de mayo de 2011

ENTRE LOS INTERSTICIOS DEL DERECHO A propósito de “The Good Shepherd” de Robert Niro (2006)


Existen espacios donde el derecho parece desaparecer, donde la ley no se aplica, donde las garantías constitucionales son derogadas por la ley del más fuerte. Las películas sobre espías habitan estos espacios.  No en vano,  James Bond tenía “Licencia para su matar” (Glen, 1989), es decir que frente a él, el derecho a la vida no existía, no era oponible.
“The good shepherd”, la segunda película de Robert de Niro, fue promocionada como la verdadera historia del nacimiento de la oficina de contrainteligencia de la CIA. Aunque con muchas libertades literarias, el filme está basado en la vida de dos famosos funcionarios de la CIA, James Jesus Angleton y Richard M. Bissell.  Al igual que Angleton, el personaje principal, Edward Wilson (Matt Damon), es un estudiante de literatura aficionado a la poesía quien ingresa a la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) durante la segunda guerra mundial. Por su parte, la película gira alrededor de los intentos de Wilson por descubrir la fuente de la filtración de información que supuestamente permitió la derrota estadounidense en Bahía Cochinos, algo similar a lo que ocasionó la destitución de Bissell durante el mandato de  Kennedy.
Muchas son las alegorías históricas en “The Good Shepherd”. El profesor Frederick (Michael Gambon) encargado de entrenar a Wilson en las artes del espionaje está basado sin duda en Alan Turing, el legendario padre de la inteligencia artificial; Ray Brocco (John Torturo) en Raymond Rocca, asistente de Angleton, y el famoso caso de Golitsyn y Nosenko es presentado a través del ficticio espía ruso Valentin Mironov (John Sessions).
“The Good Shepherd” no es, sin embargo, una película sobre la historia de la CIA, sino sobre la vida de un espía, más que un filme de espionaje es un drama en torno al alto precio que tiene que pagar Wilson por la fidelidad que debe a su patria. Su hijo, por ejemplo, en una de las quizás más conmovedoras escenas de la película, se orina sobre las piernas de un Santa Claus al percibir el peligro que rodea a su padre. Billy Costigan (Leonardo Di Caprio), el protagonista de "The Departed" (Scorsese, 2006) se parece, en este sentido, a Wilson.  Ambos son personajes que ven destruida su vida por su trabajo, Costigan debido a un ataque de nervios, Wilson por el distanciamiento hacía todos sus seres queridos exigido por una profesión en la cual es imposible confiar.
A diferencia de muchas películas de espías, “The Good Shpeherd” censura, en lugar de aceptar o disfrazar las torturas cometidas por los protagonistas. En su intento por descubrir si un agente de la KGB era en realidad Valentin Mirnov, Wilson ordena no solo una cruel y despiadada tortura sino la inyección de LSD, el que se pensaba era un suero de la verdad. Lo interesante de las escena está en que el agente ruso  no mentía, pero las mentes de los espías norteamericanos estaban demasiado obnubiladas con sus sospechas como para darse cuenta.
Existen varios estudios que sugieren que el personaje real detrás de Wilson, Angleton, en realidad causó más problemas que soluciones a la CIA. A pesar de que algunos políticos republicanos hayan afirmado lo contrario, parece que las torturas impidieron en lugar de ayudar a la captura de los líderes más importantes de Al Qaeda. No obstante, este no debería ser un argumento tenido en cuenta. Lo esencial no son las ventajas que pueda o no traer la tortura, sino la dignidad que tiene incluso el peor de los criminales. Decía que hay espacios en que el derecho parece desaparecer y que las películas de espías habitan estos espacios. El problema no está, sin embargo, en la ficción; está en creer que sin esos espacios, sin esas violaciones, sin esos espías con licencia para matar, el orden jurídico que defendemos no es posible.
“The good shepherd” hace una extraordinaria labor en recordarnos que la dignidad de las víctimas no es la única que se mancilla en los intersticios del derecho, también la de los torturadores y también la de aquellos, felices y entretenidos espectadores, que tras la pantalla de cine se regodean en el dolor que creen es justificado para salvar sus derechos. 

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